El pensamiento danzado

El pensamiento danzado

Si el arte es la facultad donde se estudia la danza y esta, a su vez, pertenece a las humanidades, el baile como expresión popular no está tan lejos de aquello que se ha pretendido tecnificar con el cuerpo. Danzar no es solo el oficio de los cuerpos entrenados. Parece que quienes se dedican a ello buscan crear a semejanza de lo común, se alimentan de otras conductas para florecer y clasifican los cuerpos según sus saberes. No existe mérito sin antes reconocer que lo que hacemos como danza no nos pertenece. Lo único que somos es un canal para provocar sensaciones que se transforman en emociones y dialogan con lo exterior.

La danza está en todos lados. Basta con buscar la poética allí donde la existencia se muestra perceptible con su movimiento ante los ojos de quienes encuentran valor en él. Nace muchas veces de la rebeldía y la resistencia, de la retórica forma de parafrasear en cuerpo las acciones del otro, de imitar la naturaleza que percibimos romántica, del miedo y de la falta, del deseo de ser visto y servido en un platillo de ego como aquel que pretende ser devorado, del afán de incomodar porque ya no importa ser únicamente una persona: ahora se busca ser otro animal. Si el cuerpo en el arte provoca un océano de cuestionamientos ante la vida, podríamos decir que la danza no es solo danza, sino también pensamiento: un ejercicio de memoria celular que nos conecta con lo que hemos sido y con lo que podemos ser, con la posibilidad atravesada por la imaginación.

Y aunque pongamos este tema en el eje central de la academia, solo lograríamos debates inconclusos; nos detendríamos en el proscenio sin saber cómo lanzarnos al vacío, porque el pensamiento danzado no proviene del método. Cuando la creatividad es el único sistema de recursos que tenemos (o que nos enseñan), nos convertimos en un talento finito, en la virtud que aspira a ser cada vez más especial, y eso resulta agotador. En cambio, la imaginación es una fuente inagotable para la creación porque, cuando la alcanzamos en su estado más puro, está desligada de la experiencia, y es allí donde sucede la magia. A esto podemos referirnos si hablamos de diseñar nuevos mundos en la escena o, mejor aún, de poner en práctica nuestro pensamiento danzado para abordar la vida desde otras posturas, desde la crítica genuina de lo que representa ser un cuerpo, ver un cuerpo, habitarlo e interactuar con él con inteligencia y armonía.

Aprendí que “presencia” significa SER EN PLENITUD, íntegro desde la vulnerabilidad. Suena como un proceso enorme y maravilloso, pero también aterrador… ¿Cómo llegamos a ese estado? ¿Está esto vinculado al método? ¿En qué momento la danza deja de ser danza? No lo sé; hace un tiempo dejé de responderlo. La verdad es que el amor por esto muta, a veces se nubla y se vuelve un terreno inexplorado. Y eso es grandioso, porque la inocencia de no saber siempre busca la forma de sentir, de llenar espacios, de desarrollar imágenes, de intervenir el mundo con curiosidad.

Todo esto está mediado por el cuerpo. Los ojos pueden ver que la danza está en todos lados, si así lo desean. Se muestra a través de lo vivo, es instintiva y no siempre luce con gracia; carece de hegemonía y también se posa en lo ordinario, explora la rareza, es delirante, te saca de tu burbuja colectiva y migra al caos. Por eso hay bailarines y gente que danza, danza para bailarines y danza para quienes no entienden de danza. Hay tradiciones que se convierten en danza, danzas que dictan rituales y ritos que culminan en danza. La danza del mediador, la danza del que observa, la danza del que se apropia de lo que no parece ser danza pero que antecede a la palabra.

El pensamiento danzado comprende que la vida es en movimiento: no es ajeno al cuerpo ni lo vuelve inerte. Es el acto político de la sensibilidad que se transforma en voluntad y busca la comunión con todos los sentidos.

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